Orquesta, de Miqui Otero (Alfaguara) | por Gema Monlleó

Miqui Otero | Orquesta

“mas donde la gracia me falta
el sentimiento me sobra,
aunque este tampoco basta
para explicar ciertas cosas,
que a veces por fuera uno canta
mientras que por dentro uno llora”
Cantares Gallegos, cantar 35. Rosalía de Castro 

Chiharu Shuiota es una artista visual japonesa que acaba de inaugurar en la Fundació Tàpies de Barcelona su instalación Everyone, a Universe. Se trata de una gran red de hilos rojos conectados a través de unas sillas que construye una nube de formas infinitas con tantos nodos como cruces de hilo, un entramado-metáfora de encuentros y desencuentros, de cuerpo-emoción, fragilidad-trascendencia y comunidad-individuo. 

Orquesta, la última novela de Miqui Otero (Barcelona, 1980), es también una gran red: una malla de voces que se cruzan en la Noche Grande del Verano en un pueblo de Galicia, la noche de la fiesta mayor, la noche de la Fiesta en mayúsculas, la noche del gran chimpum: la que corona el final del estío con un baile largo al dictado de la orquesta.  

Situarse en Valdeplata es fácil, todos hemos vivido alguna verbena en un pequeño pueblo y hemos sido espectadores (o actores) de las dinámicas que esa noche se liberan. En Orquesta se conjugan dos visiones del mundo: la externa, la que nos es narrada, la que habla desde fuera de los personajes (“el esperanto musical que trenza generaciones, escenas y vida a través de las décadas”); y la interna, la de los casi-monólogos, la del personaje narrándose a sí mismo mientras le habla a otro. Para ello Otero construye una estructura formal en la que veo de nuevo los nudos y nodos de Shuiota: la música deja de ser sólo ambiente para tomar la palabra (“dibujo la sonrisa en la cara del triste e infundo valor en el avasallado”), para ser el hilo conductor de la noche, para, no sólo sonar, sino también relatar (“sigo aquí y lo domino todo, tonifico lo ajado y lubrico las decisiones”), para envolver a los protagonistas y, desde la agitación del bum-bum-bum de los altavoces en la plaza, explicar lo que cada uno calla (“alguien que baila es alguien que se impone al desengaño y a la pasta pringosa de la rutina”), los hechos del pasado que conforman el momento actual (en los que la música también sonaba), y ser melodía-adhesivo entre el ayer, los ayeres, y el hoy, la noche de la Fiesta. Intercalándose entre el discurso musical, cada uno de los personajes. El abanico de voces que dibujan la silueta del pueblo (espóiler: no confundir con una novela rural), el sentir de esa aldea del Valle, la narrativa-vivencia del espacio pequeño, un dibujo generacional y cronológico (el primero en tomar voz es el conde centenario -resuena en él algo del gatopardiano Príncipe de Salina-y el último un bebe no nato) que desde la individualidad de cada personaje, en un diálogo casi a una voz con el Niño de la Bici Roja (roja, de nuevo como los hilos de Shuiota), desnuda épica y mezquindades, secretos y deseos, inviernos y apuestas por el hoy.  

Así como en el teorema de la recurrencia de Poincaré se enuncia que una cantidad de energía finita retorna tras un tiempo a un estado próximo a la inicial, en Orquesta el eterno retorno se materializa en unas zuecas manchadas de sangre, en unos mecheros de propaganda con sabor a los noventa, en un pasodoble sin aroma a viejo, en tradiciones de repetición inmemorial, en rencillas por transmisión genética, en leyendas asumidas como ciertas… Si cada verano hay una fiesta mayor con una orquesta, cada verano retorna al verano anterior o se proyecta en el verano siguiente, cada verano contiene todos los veranos y cada noche de Fiesta es la Fiesta del primer beso, de la primera pelea, del primer regalo, de la primera borrachera (enamorao de la vida, aunque a veces duela), así como cada Fiesta es también la última para todos los finales, los de la muerte, los de las decepciones irresolubles, los de todos los ya no (siempre, yo, con Idea Vilariño en mi mente).  

Leo Orquesta como un manifiesto generacional de todas las generaciones, un reconocimiento a los mayores que sufrieron represión, miedo, maldecimiento social (“siempre acaban mezclando todas las historias, de tanto contarlas con maldad”) y que construyeron su vida a partir del recuerdo o del espejismo (y son ellos, Placeres -la primerísima madre soltera del pueblo: “a mí me metieron miedo con las leyendas y luego comprobé que la vida era peor”– y Ventura -el soltero bajo sospecha-, los jubilados de la Fiesta, los que provocaron mis mayores aplausos durante la lectura). Leo Orquesta también como un homenaje crítico a los que del sinescrupulismo (y en Soledad, miss Pandereta, hay un aura de lo que escribió el añorado Francisco Casavella en El día del Watusi), a los del pelotazo (personal, económico, político) y a los que sufrieron derrotas casi escogidas (por bisoñez, peterpanismo o crisis a destiempo). Leo en Orquesta un homenaje a través del espejo a los coetáneos de Otero (al trasunto Miguel que también escribe: “a esta edad somos un poco como niños cansados que no saben si están enfadados o tienen sueño”) y a los de la tierra de nadie porque ya no son los jóvenes que todavía se sienten pero quizás no se han dado cuenta todavía (o sí, me parece que Caridad sí, la guapa guapísima que es también, aunque eso no se ve, la lista listísima: “siente una envidia pequeñita y densa, un guijarro negro envuelto en el celofán del alivio”). Leo Orquesta como un homenaje a los que vienen, a los que construyen, a los que desde la confusión (ese Ton Rialto con maneras de Donny Zucko y atrevimiento y emocionalidad jarmuschianos: “Cuando estaba allí en la Ciudad, al menos pensaba que todo tenía remedio. Porque creía que el Valle era el remedio. ¿Ahora a dónde me voy? ¿A otro planeta?”), la ingenuidad, la sabiduría infantil (¡quiero adoptar a Iría Agarimo!) y la página todavía en blanco (“a mí me parece más raro que existan las ballenas que las sirenas”) dibujarán la silueta de las próximas fiestas (“en esta parte de la noche están los niños que en la Fiesta se asoman al futuro y los abuelos que solo reviven el pasado”).  

Polífonica y circular (explota mi corazón, en el amor todo es empezar), como las canciones de una orquesta en la que cada instrumento matiza al de al lado, la novela de Otero no es sólo voz de voces que nos cuentan su propia historia sino también tributo a creencias ancestrales (el pan de San Nicolás para apagar incendios y calmar temporales, la mujer vampira Pepa a Loba, las mouras…), demanda ecologista por la defensa natural autóctona (“uno es de los olores que reconoce”), crítica extractivista (“este monte que es, en realidad, un polígono industrial de la madera. Una especie de monte Inditex”), denuncia del rancio sometimiento terrateniente (derecho de pernada included), benévolo ajuste de cuentas con la ridiculez “criptobro”, orgullo de clase (“somos de un sitio, y ese sitio es la nevera que teníamos de pequeños”), reflejo de la avidez especulativa, cachondeíto con los hijos de papá con ínfulas artísticas, manifiesto a favor de las contradicciones (ese Liberto roquero que entra en éxtasis musical cuando zarpa el amor), reflejo de la (ya no oculta) diversidad de género actual (“se lo queda mirando como si fuera una plegaria atendida o un animal mitológico (¿mitad chica, mitad chico?)”) y carta de amor a la literatura y a la ficción (“descubrí que las ficciones pueden servir para ocultar fracasos o dignificar vidas, para hacer más tolerable el dolor gratuito. Y entonces empecé a escribir”). 

“La Orquesta no está arriba, sino abajo. Cada persona interpreta la melodía a su manera. Se esfuerza en su papel, más o menos importante, en un rincón o en el centro, coros o voz solista, triángulo musical, trompeta o tecla negra del teclado. Gozando o sufriendo, la Orquesta, en realidad, somos nosotros”. Y en ese nosotros nos encontramos todos, nos reconocemos todos, somos lectores mientras aguantamos el vaso de tubo que nos ha servido Julián, somos lectores deslumbrados por un vestido de lentejuelas, somos lectores escuchando el pum-pum de los fuegos artificiales (¿o serán disparos de escopeta?), somos lectores con el brazalete de capitán en el brazo o como coletero, somos lectores bailando se la llevó, el tiburón, el tiburón… El acierto, a mi juicio, de Otero es que en esa habilidad suya para mezclar la nostalgia y la felicidad (“nuestros miedos y nuestros consuelos no tienen que ver con lo que existe en realidad, sino con lo que alcanzamos a imaginar”), en la universalidad de la melancolía que despierta una sonrisa (y no un lamento), están las noches de fiesta, de Fiesta, de verbena, de orquesta, que contienen el nosotros, el de ellos (los personajes) y el nuestro (los lectores): “el secreto de una orquesta es que es un espejo: la orquesta es el público”. Otero relata la comedia humana de los acontecimientos pequeños, el qué pasa cuando nadie mira, el momento minúsculo en el que las vidas siguen o se salen del raíl prestablecido y en el coro de voces y vidas está el retrato antropológico, aunque voluntariamente amable, del último siglo en España (“el pasado o es ingenuo o es terrible”). Si el estilo es una forma de ver el mundo (rememorando a Flaubert), la literatura de Otero es la del observador que trasciende el voyeurismo de la mano de la ficción (“un escritor es una urraca”, afirma, describiendo su forma de atender a su alrededor). 

Everyone, a Universe, la instalación de Chiharu Shuiota en la Fundació Tàpies, es efímera, no se puede desmontar ni trasladar. Perecerá el día que termine el periodo de exposición. La noche de Orquesta, la de la Fiesta, también es una, inimitable y no transferible por más que cada año una Fiesta suceda a otra y el ciclo recomience. Ambas obras son un elogio del momento, un carpe diem en hilos y palabras, una reivindicación de los puntos de fuga (rojos, musicales), una forma de mirar el mundo desde la conciencia de la individualidad y del lugar que ocupamos en la comunidad (llámese pueblo, familia, amigos), una celebración del aquí y ahora. De la trascendencia única y última del aquí y ahora.  

“El tiempo es un anciano con cara de niño excitado que no se cansa de andar; el mar es viejísimo, pero llega una y otra vez, como la primera; los miedos más antiguos están por estrenar, y los finales, que ya todos han sido vividos, son sin embargo aún hoy inesperados.” 


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.